Creció tanto que cada mañana al despertar el sol, le hacía cosquillas a la luna para que se fuera a dormir feliz. Ya no veía qué pasaba en la profundidad. Sus ojos no alcanzaban a ver todos los caminos que su raíz había recorrido. Sentía subir el fuego que le daba vida por su cuerpo rugoso, se distribuía por los brazos extendidos. Prestos a recibir la caricia de la brisa o el zamarrón del zonda. Ya no era el pequeño y almidonado pino que plantaran cuando nació el primer hijo. El pequeño aún no comenzaba su pubertad; Él ya había superado los bordes de las nubes.    Miriam Barbera